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Dr. Eugenio Gutiérrez, Conde de San Diego

 

"Una cosa es deleitar, y otra cosa es enseñar. El escritor científico puede y debe ser correcto y hasta florido y brillante; pero ante todo se debe a la verdad, y lo que le conviene a la Ciencia puede muy bien no convenirle al Arte".

Dr. Gutiérrez.




Conde de San Diego

Don Eugenio Gutiérrez y González, primer Conde de San Diego, nació el 15 de junio de 1851 en Santander y se crió en Puente de San Miguel, en casa contigua a la del Dr. Argumosa.

Cursó el Bachillerato en el Colegio de los PP. Escolapios de Villacarriedo, y los estudios de Medicina en la Facultad de Valladolid. Obtuvo el título de Licenciado en 1873. Ocho años más tarde (1881) se doctoró en Madrid con la calificación de sobresaliente.

Recién licenciado ejerció durante unos años como Medico titular en Valdáliga, humilde aldea montañesa. En esa etapa hizo varias estancias en París, cultivando la Obstetricia y la Ginecología con gran empeño al lado de los más destacados especialistas de la capital francesa. Ya muy bien formado, se trasladó a Madrid para doctorarse y seguidamente fue nombrado Profesor del Instituto de Terapéutica operatoria del Hospital de la Princesa como Cirujano. Allí desarrolló particularmente la Cirugía ginecológica, además de la general, que practicaba con singular maestría.

Dirigía el Centro el ilustre Dr. Federico Rubio, que supo muy bien seleccionar a sus colaboradores, emprendiendo una tarea concienzuda de autentica Escuela privada de Medicina, muy pronto prestigiada.

El Dr. Gutiérrez sentía una clara afición a la enseñanza, especialmente a la cabecera del enfermo y en el quirófano. Como además poseía una vasta cultura (entre sus aficiones se destacaba la de la música, por lo que no faltaba nunca a los conciertos del Real) y tenía un carácter bondadoso, con generosidad ilimitada, su prestigio como ginecólogo creció rápidamente en la Corte, entre las más diferentes gentes y clases sociales.

Fue requerido por ello por un gran número de Academias y de sociedades científicas. Ya en 1879 obtuvo medalla de oro y título de Miembro honorario de la Academia Médico-Quirúrgica Jerezana, y en 1881 de la Sociedad Ginecológica Española, de la que más tarde sería su Vicepresidente. Años después le nombraron Socio corresponsal de la de Ciencias Medicas de Lisboa.

A lo largo de su vida publicó numerosos y valiosos trabajos sobre muy diversos temas de la especialidad. Excepcionalmente, sus cuantiosos méritos y servicios fueron reconocidos y premiados con la alta distinción nobiliaria de Conde de San Diego, que usaba desde entonces con satisfacción y sano orgullo.

El año 1893 fue elegido Académico electo de la Real de Medicina en la vacante que dejó el Dr. Creus por cambio de residencia fuera de Madrid. Tomó posesión el día 13 de mayo de 1894, en sesión presidida por el Dr. Castelo. Recibió la Medalla núm. 3 y fue adscrito a la Sección de Cirugía, desde la que ejerció un importante papel, laborando incansablemente con comunicaciones, discursos e intervenciones frecuentes.

Católico práctico y filántropo sin pregonarlo (según lo juzgaba uno de sus más conspicuos compañeros), fue querido y admirado por todos los que le trataron.

Falleció a los 63 años, e1 22 de julio de 1914, y fue enterrado en el humilde cementerio de su pequeña aldea montañesa, acompañando a sus restos humildes gentes y encumbradas figuras de la Medicina y representantes de la realeza, que así quisieron rendir un postrero homenaje al hombre bueno y especialista eminente que tanto bien derramó a lo largo de su existencia.

Fuente: “202 Biografías Académicas”, Valentín Matilla Gómez, Real Academia Nacional de Medicina, Madrid, 1987.

Homenaje al doctor Gutiérrez

Publicado en Nuevo Mundo (núm. 719), el 17 de octubre de 1907.

Vista de Cabezón de la Sal
Vista de Cabezón de la Sal.
 
Doctor D. Eugenio González
Doctor D. Eugenio González,
conde de San Diego.
Villa de San Diego, propiedad del Doctor Gutiérrez.
 

Días atrás se celebró en Cabezón de la Sal un banquete en honor del ilustre ginecólogo, el doctor D. Eugenio Gutiérrez, conde de San Diego, como homenaje a su ciencia y testimonio, al mismo tiempo, del cariño que se le profesa en dicha localidad, de la que es hijo adoptivo.

El Dr. Gutiérrez rodeado de los asistentes al banquete con que fue obsequiado días pasados en Cabezón de la Sal con motivo de habérsele concedido el título de Conde de San Diego.

En ella tiene su hermosa finca de San Diego en la que suele pasar los veranos; y de esta denominación ha sido tomada la del condado que S.M. se dignó conceder al especialista con motivo de los servicios profesionales que tan brillantemente prestó a la real familia, asistiendo a la reina Doña Victoria en su alumbramiento, que dio a la corona española un heredero.

A raíz de aquel suceso, fue cuando el Ayuntamiento de Cabezón de la Sal, queriendo exteriorizar en forma duradera el general cariño que con las prendas de carácter y su ciencia, puesta siempre al alcance de los necesitados, se había sabido granjear allí el ilustre ginecólogo, resolvió, en sesión solemne, nombrarle hijo adoptivo de la villa.

Igualmente fue acordado cambiar el nombre de la calle de San Diego, a la cual tiene salida la quinta del Dr. Gutiérrez, por el de calle del Conde de San Diego, y colocar en la misma una lápida con la correspondiente inscripción.

Son dignos de aplauso esos actos de justicia con que se ha honrado en su pueblo adoptivo al eminente hombre de ciencia, honra de la patria, por su saber.

Un muerto ilustre: el doctor Gutiérrez

Publicado en España Médica (núm. 128), el 10 de agosto de 1914.

Dolorosamente impresionado por la muerte de mi querido maestro, no sé si podré dedicar unos renglones a su memoria; que el cerebro se nubla cuando el corazón padece y es para mí la muerte de D. Eugenio algo semejante a !a muerte de un padre, ya que lo poco que sé y que valgo obra suya fue.

Tengo sobre la mesa de mi despacho sus obras, las cartas que me escribía, reliquias que con veneración conservo, el retrato que me dedicó... y se me antoja que el retrato se arrima y me habla, que D. Eugenio, bueno y cariñoso, me enseña y me aconseja como otras veces... No, el Dr. Gutiérrez no ha muerto: sus trabajos perduran, su labor científica vive, sus discípulos continuarán su labor. Los sabios como él son eternos.

Retrato
Uno de los últimos retratos del Dr, Gutiérrez, hecho en su despacho.

Yo quisiera trazar en pocas líneas la biografía del Conde de San Diego; pero como él mismo decía cuando escribió la del insigne Dr. Rubio, por encargo de la Real Academia de Medicina, «temo incurrir en deficiencias que amengüen la importancia de la figura científica que deseo retratar, y también que el profundo cariño y la admiración que siento hacia la memoria del biografiado puedan hacerme exagerado en mis juicios. No me hubiera inquietado esta consideración tanto como me perturba la primera, pues muy lógico y natural encuentro que los hijos sólo vean, en sus padres virtudes extraordinarias, perfecciones que, después de Dios, únicamente ellos pueden ofrecer a la veneración de quienes por su aliento viven y de su savia se nutrieron».

Conocí a D. Eugenio Gutiérrez en Junio de 1898. Acababa, yo de licenciarme, y, deseando estudiar la especialidad ginecológica, fui a Madrid en busca de las sabias enseñanzas del insigne maestro. Mi antiguo profesor de Química, D. Santiago Bonilla, fue el que se me ofreció a presentarme a él, pero añadió: «No es preciso más que decirle que eres el hijo de su profesor de Obstetricia y Ginecología, pues en varias ocasiones le he oído hablar de tu difunto padre con gran cariño.»

Y así fue; tan pronto supo quien era yo, me prodigó tantas atenciones y cariños, que sus recuerdos me abruman y enorgullecen a la vez. En los dos años que a su lado estuve, su interés hacia mí fue el de un padre, pues como padre me enseñó y como padre me reprendió cuando fue preciso, y como padre sufrió el día en que le dije que le dejaba para irme a un pueblo. «Tú haces la de todos—me dijo—. Tiras por la borda tu porvenir y tu carrera por casarte prematuramente... Que seas muy feliz.»

Más tarde continuamos escribiéndonos, no con la frecuencia que yo hubiera deseado, ya que sus múltiples ocupaciones no se lo permitían ; pero en todas sus cartas vi hacia mí un interés científico y un cariño que jamás podré olvidar.

¡Pobre maestro, no creí perderte tan pronto!

Nació D. Eugenio Gutiérrez González en Santander, el día 15 de Junio de 1851,en una casa de la antigua calle de la Compañía, calle que hoy lleva su nombre. Al cumplir los cuatro años le enviaron a vivir con su abuela al pueblo de Puente de San Miguel, de la misma provincia, en el cual vivió en una casa contigua a la del célebre Dr. Argumosa, del que siempre guardó D. Eugenio imborrable recuerdo.

Hizo los primeros estudios en el colegio de PP . Escolapios de Villacarriedo, terminando en Valladolid el bachillerato. Tenía entonces el propósito de estudiar la carrera de Derecho, pero su íntimo amigo D. Antonio Peira (secretario que fue más tarde de la Diputación de Santander) le animó a matricularse con él en Medicina. Accedió a ello D. Eugenio, sólo por seguir estudiando con su amigo, pero luego Peira cambió de modo de pensar, matriculó en Medicina a D. Eugenio, según había convenido, y él se matriculó en Derecho.

El Dr. Gutiérrez rodeado de sus discípulos en un banquete celebrando un final de curso.

Gran contrariedad le produjo este hecho, mas por no hacer una nueva matrícula se «resignó» a seguir una carrera por la que entonces no sentía afición ninguna. Pero en cuanto empezó a conocer los asuntos médicos siguió los estudios con verdadero cariño, cobrando gran afición a la Obstetricia y Ginecología, hasta el punto de elegir dicha clínica al ser nombrado alumno interno. Uno de sus condiscípulos y amigo muy querido suyo desde entonces es el Dr. D. Camilo Calleja, honra también de nuestra Escuela de Medicina.

Licenciado el año 1873, ejerció la profesión durante tres o cuatro años como médico titular del Ayuntamiento de Valdáliga (Santander), residiendo en Lamadríd, capitalidad de dicho Ayuntamiento.

A principios del año 1879, llevado de sus aficiones a la Obstetricia y Gineoología, marchó a París, matriculándose como alumno externo de Pajot y Depaul, Budín y Ribemont, y estudiando a la par Ginecología con Gallard, Chéron, Guibout y Martineau, el cual tenía la sección de Ginecología del hospital Loureine.

Estudió también en París Histología normal y patológica. Mi querido maestro, el profesor de dicha asignatura en esta Facultad de Medicina, Dr. D. Leopoldo López García, recordará el curso particular que estudiaron él y el Dr. Gutiérrez con el Dr. Ranvier, y los cursos de Histología normal y patológica que a su regreso dieron ambos en el Museo Velasco, de Madrid.

Una vez en la corte estudió el Doctorado, escribiendo la tesis «El Vaginismo». Fue entonces cuando el Dr. D. Federico Rubio le conoció, y viendo en él sus extraordinarias aptitudes, le llevó a su Instituto de Terapéutica Operatoria. Pero dejemos al propio Dr. Gutiérrez que nos refiera esa página de su vida.

«Conocí a D. Federico Rubio —dice— en el mes de Junio de 1880, cuando se disponía a organizar el Instituto de Terapéutica Operatoria. Un amigo entrañable de ambos, hombre superior, y que como él ha dedicado su vida a la regeneración intelectual de la juventud española, el insigne D. Francisco Giner de los Ríos, nos puso en relación, y los dos decidieron sobre mi porvenir, quedando en aquella fecha nombrado profesor encargado de los análisis histológicos de la clínica del proyectado Instituto, cuyo título me fue ratificado por S.M. Don Alfonso XII en 6 de Diciembre del mismo año, aunque convenida a la vez la dirección de la especialidad Ginecológica que pensaba establecer.»

Al inaugurarse el curso de 1882-83 se encargó el Dr. Gutiérrez de la dirección de dicha especialidad.

Tres años después, en la «Reseña del quinto ejercicio del Instituto de Terapéutica Operatoria del hospital de la Princesa», decía el doctor D. Federico Rubio: «El modo exacto y la dirección inteligente con que el Sr. Gutiérrez lleva su consulta, ha dado lugar a la concurrencia demasiado numerosa en su departamento. Temo que llegue a embarazarnos el número excesivo y que sea precisa alguna providencia para acortarlo.»

Desde este momento, los triunfos del doctor Gutiérrez se suceden rápidamente. Presidente efectivo primero y honorario después de la Sociedad Ginecológica Española; miembro honorario de la Academia Médico-Quirúrgica Jerezana, la cual le premia con medalla de oro una notable «Memoria sobre la fiebre puerperal»; miembro corresponsal de la Sociedad Real de Ciencias Médicas de Lisboa; representante oficial de España en los Congresos Internacionales de Ginebra, San Petersburgo y Amsterdam, siendo nombrado presidente de honor en este último; director del Instituto Rubio, etc., etc.

El día 13 de Mayo de 1894 ingresó como académico de número en la Real de Medicina, de Madrid, leyendo en el acto de su recepción, un notabilísimo trabajo acerca de «Límites de la Cirugía radical en ginecología». En la sesión inaugural del año 1908, leyó en dicha Academia un interesante discurso sobre «Algunos problemas biológicos relacionados con las funciones de la placenta».

Anteriormente, y por encargo de dicha Corporación, escribió la biografía del Dr. D. Federico Rubio y Gali (1903).

Estaba en posesión de la gran Cruz de Alfonso XII, que el Gobierno le confirió en Mayo de 1905, cuyas insignias le regalaron sus compañeros y discípulos, y de la de Isabel la Católica, de la cual le regaló S.M. el Rey las insignias cuando nació el Príncipe de Asturias. Con motivo de dicho natalicio, S.M. le confirió el título de Conde de San Diego, el año 1907, como premio a sus méritos y servicios.

Era médico de la Real Facultad, y había asistido a la Reina e Infantas en todos sus partos.

Actualmente representaba en el Senado a la Real Academia de Medicina.

Imposible de enumerar todos los trabajos publicados por el Conde de San Diego. Aparte de los ya citados y de los infinitos artículos publicados en Revistas nacionales y extranjeras, sobre todo en la «Revista Ibero-Americana de Ciencias Médicas», de la que era director, mencionaremos los siguientes: «La histerectomía vaginal en el cáncer del útero» (Congreso internacional de Bruselas, 1893). —«El tratamiento conservador en las enfermedades de los anejos» (Congreso internacional de Roma, 1894). —«Sobre la oclusión intestinal aguda, consecutiva a la histerectomía total» (Congreso internacional de Ginebra, 1896). —«Dos casos de operación cesárea seguida de histerectomía total, por embarazo complicado de fibromas, con resultado feliz para las madres y para las criaturas». —«Quistes mesentéricos en la mujer», 1900. —«Las inflamaciones celulares en la pelvis femenina», 1901. —«Mi experiencia personal en cirugía conservadora de los anejos uterinos» (Congreso de Cirugía de Madrid, Abril 1908). —«La lucha contra el cáncer uterino» (Congreso de la Asociación para el Progreso de las Ciencias. Granada, 1911). —«Tratamiento del cáncer uterino» (Congreso de Obstetricia, Ginecología y Pediatría, Valencia, 1913).

Escribió también un prólogo para la edición española de la «Enciclopedia de Ginecología», publicada bajo la dirección del profesor Veit, y una «presentación» para la traducción que el Dr. Alcober hizo de la «Terapéutica Obstétrica de Urgencia», del profesor Vicarelli.

Interesantes conferencias dio el Dr. Gutiérrez en el Instituto Rubio, del cual era director, y todas ellas o casi todas figuran en las colecciones de la «Revista Ibero-Americana de Ciencias Médicas». «El desagüe en cirugía ginecológica», «La flebitis como complicación de los fibromas uterinos», «El tratamiento de las anexitis» y varios asuntos más, todos muy interesantes, fueron tratados en dichas conferencias con la experiencia, la práctica y la erudición y amenidad que caracterizaban al maestro.

¡Lastima que no se publicasen las lecciones de un curso práctico de Obstetricia, único que explicó, defiriendo a nuestros ruegos, el año 1899! Porque éste era otro aspecto de D. Eugenio. Había nacido para enseñar; hubiera sido un gran profesor; en realidad, lo fue, y tal vez por ello no fue profesor oficial. Esta paradoja es frecuente en España. Pero no importa; la obra del Conde de San Diego queda en pie: rara es la población de España que no cuente con algún tocólogo discípulo del primer apóstol de la Ginecología española.

este hecho bastaría para hacerle inmortal (sic).

El Dr. Gutiérrez creó escuela patria; sólo (sic)

Otro aspecto del insigne maestro es como cirujano hábil y experto. Aunque dedicado de lleno a la Obstetricia y Ginecología, sus conocimientos módicos eran portentosos. El Dr. Gutiérrez sabía de todas las ramas de la Medicina tanto como de la especialidad que cultivaba. Es más: era un intelectual en el sentido más amplio de la frase; su cultura era vastísima. Y, por otra parte, su modestia exagerada. No dio nunca importancia a las consultas que repetidas veces le hicieron los jefes de los otros dispensarios en casos de difícil diagnóstico, y en cambio escuchaba con gran interés la opinión de todos sus discípulos en los casos de su especialidad.

Nada he de decir de la habilidad operatoria que tanta fama dio a mi querido maestro. Yo le vi operar difíciles casos de histerectomías y de quistes de ovario con una maestría, una destreza y una rapidez increíbles. Recuerdo de una ovariotomía hecha en diez minutos. Casos de cesárea abdominal con ulterior histerectomía; casos de embarazos abdominales; de inversión uterina…

Acababa de hacer un día una habilidosísima operación de Wertehein, estaba lavándose las manos, cuando llega una enfermera diciendo que la recién operada se había agravado repentinamente. Corre D. Eugenio al lado de la enferma; abre rápidamente el vientre, quitando las suturas, y liga la arteria uterina, por donde la vida se escapaba. Pocos días después la enferma estaba buena.

¿ Para qué hablar de los éxitos operatorios de D. Eugenio?

Ahora bien; a pesar de sus condiciones excepcionales de operador, a pesar de sus aficiones operatorias, el Dr. Gutiérrez aquilataba mucho el diagnóstico, fijaba minuciosamente las indicaciones, apuraba todos los recursos antes de acudir a la operación, y una vez decidido por ella, procuraba hacer la cirugía más conservadora posible.

La vida del Dr. Gutiérrez fue la de un trabajador infatigable. Su sanatorio, su visita y el Instituto Rubio le ocupaban toda la mañana. Poco después de las dos de la tarde comenzaba, la consulta en su domicilio, la cual duraba hasta las seis y media o las siete. A esta hora salía a ver á sus operadas y paridas. Cenaba, y después de la cena pasaba un rato rodeado de su familia y de sus íntimos; generalmente se hacía música. La velada duraba hasta las once, hora en que se retiraba a su despacho a leer, a estudiar, a escribir. La primera media hora de su trabajo la dedicaba a anotar lo que durante el día había hecho; así es que conservaba la estadística detallada de todos sus trabajos. Allí estaba hasta más de la una, a veces hasta las dos de la madrugada, hora en que se retiraba a descansar.

Añádase a esto las sesiones de la Real Academia, las de la Sociedad Ginecológica, los partos, los viajes profesionales y científicos, etcétera, y se podrá dar uno cuenta de la actividad de D. Eugenio.

No descansaba más que por el verano, en cuya época se iba a pasar unos meses a su finca —San Diego— de Cabezón de la Sal. Pero a éste su retiro acudían las enfermas en busca del célebre doctor, haciéndole imposible el descanso. Recuérdese a este propósito el verano aquel en que el Infante D. Carlos llevó a su esposa a una finca próxima a Cabezón de la Sal para que la asistiera D. Eugenio.

En dicho pueblo, en su finca —San Diego—, que tanto amaba, ha muerto el día 27 de Julio de 1914.

La Medicina mundial ha perdido uno de sus sabios más ilustres; España uno de sus hijos más preclaros.

Las mujeres españolas, desde S. M. la Reina, las Infantas, las aristocráticas damas, hasta las mujeres de posición más humilde, todas llorarán la muerte del hombre que dedicó su vida entera a la salud de la mujer. ¡Cuántas le deben la existencia!

Ha muerto el Dr. Gutiérrez; pero ha muerto rodeado de sus seres queridos, considerado de los sabios, amado de los discípulos, respetado de los compañeros, admirado por los grandes hombres, bendecido por las mujeres, llorado por todos.

Ha muerto el maestro; pero nos ha legado enseñanzas que aprender, ejemplos que imitar y labor científica que seguir...





Con lo dicho bastaría para mi objeto. Pero no quiero terminar sin dirigir una súplica a la familia, a los ayudantes, a los discípulos, a los amigos y admiradores de D. Eugenio Gutiérrez.

Yo, el último de todos, me atrevo á proponer lo siguiente: Todos los escritos del maestro, todas sus enseñanzas, todos sus trabajos, andan repartidos por folletos y revistas. Sería de gran utilidad para la Medicina patria publicar reunidos, en uno o varios tomos, todos los trabajos del Dr. Gutiérrez, añadiendo a los ya publicados aquellas notas o trabajos interesantes que se encontrasen en esas memorias que el maestro escribía todas las noches antes de acostarse.

Sus hijos, los ilustrados médicos D. Eugenio y D. Juan Antonio; sus ayudantes, D. Francisco Botín y D. Juan Acero, que tantos años convivieron con el sabio ginecólogo; la Real Academia de Medicina de Madrid, la Sociedad Ginecológica Española, el Instituto Rubio, la «Revista Ibero-Americana de Ciencias Médicas», y en general toda la Prensa Médica Española, podían acometer tamaña empresa. «La Clínica Castellana» se ofrece desde luego a colaborar en dicha labor en la forma que se la in- dique.

La edición de las obras del maestro podía hacerse por medio de una suscripción entre sus admiradores y discípulos: desde S. M. el Rey al último de sus agradecidos; desde el médico más eminente al último de sus discípulos.

Y, para terminar, con lo que se recaudase de la venta de dicha edición fundar un premio anual o bianual, que llevase el nombre del doctor Gutiérrez, para el mejor trabajo que se presentase en los Concursos de dicha Real Academia o de dicha Sociedad Ginecológica, sobre temas de la especialidad que cultivó el ilustre Conde de San Diego.

Con ello, a la vez que se divulgaban estas sabias enseñanzas, haciendo un gran bien a la humanidad, se contribuía a que los nuevos médicos, estimulados por esos ejemplos, acudiesen a los Concursos en busca del PREMIO DEL DOCTOR GUTIÉRREZ.

Es lo menos que todos podemos hacer por el que tanto hizo por todos.

28 de Julio de 1914.

Pedro Zuloaga

ESPAÑA MÉDICA se adhiere con entusiasmo a la idea del Dr. Zuloaga, y ofrece toda su cooperación para llevarla a efecto, creyendo que a la vez que se rinde un tributo de cariño al maestro fallecido se engrandece la Ciencia española.

SESIÓN NECROLÓGICA

Celebrada en honor del Dr. D. Eugenio Gutiérrez, Conde de San Diego, el día 4 de Noviembre de 1914, en la Sociedad Ginecológica Española; y publicado en la Revista Ibero-Americana de Ciencias Médicas, en los meses de abril, mayo, junio, julio, agosto, y septiembre de 1915.


Discurso del Dr. Pulido: "Aparición de Gutiérrez en la Sociedad Ginecológica".

Señores: Si en toda ocasión acepto yo con agrado y hasta con reconocimiento las invitaciones para actos de este linaje, en los cuales se cumple el noble propósito de honrar la memoria de ilustres compañeros, aquellos sentimientos de adhesión son todavía más fervientes que de ordinario en la ocasión actual, por haber sido el ilustre Dr. Gutiérrez, desde que se estableció en Madrid, un profesor con quien me ligaron siempre, y sin eclipse alguno, los más hermosos vínculos que la amistad, la gratitud y la admiración pueden engendrar.

Lanzárame yo, por tal razón, muy de buen grado, al amplio panegírico, examinando las privilegiadas cualidades que abrillantaron la cesárea figura de nuestro malogrado consocio, si no me disuadieran de ello, así la consideración de que vuestros elocuentes elogios habían de hacerle superfluo, como la de que habiéndole escrito varias veces y por diferentes motivos, estaría obligado a repetir ideas y expresiones que ya vieron la luz pública y son de vosotros conocidas.

Esta circunstancia me induce a reducir discretamente el campo donde he de recoger mis alabanzas, y procuraré hacerlo limitándome a exponer sencillos recuerdos que tengo de la aparición de Gutiérrez en el seno de la «Sociedad Ginecológica», y la influencia que en ella hubo de producir, por su modo de revelarse, desde las primeras manifestaciones de su actividad académica.

Es sabido que Gutiérrez, licenciado el año 1873 en la Escuela Médica de Valladolid, ejerció como médico titular desde el 74 al 78, y que el 79 lo pasó en París, ampliando sus estudios en tres órdenes o clases de conocimientos: en Ginecología, con Gallard, Cheron y Martineau; en Obstetricia, con Dépaul, Budin, Ribemont y Champetier de Ribes, y con Ranvier en Histología normal y patológica; curso éste que siguió particularmente, en unión del Dr. López García, actual catedrático de dicha asignatura en Valladolid, quien perfeccionaba entonces también en París la ciencia a que ha consagrado por entero su vida y su ministerio docente.

En el año 1880, Gutiérrez regresó a su patria; vino a Madrid y se dispuso a luchar con brío por conquistar lo antes posible un lugar preeminente en el profesorado médico.

Los compañeros que hayan respirado el ambiente médico de hace treinta y cuatro años y existan todavía, pueden recordar las grandes líneas que caracterizaron a la sazón la dinámica de nuestra cultura médica, así en la enseñanza como en la práctica profesional. La Facultad Central se regeneraba del grave desconcierto sufrido durante el período revolucionario, donde, al lado de catedráticos capaces, entusiastas y trabajadores, figuraban intrusos, ignorantes y desahogados, quienes convertían su alto ministerio en sinecuras escandalosas: el Hospital General ofrecía todavía algunos representantes de aquel brillante profesorado clínico que, en años anteriores, había elevado a gloriosa altura la enseñanza libre de la Patología médica; el Dr. Velasco luchaba heroicamente, en su Museo Antropológico, por mantener los prestigios de la escuela que había creado, sacrificando su fortuna para reunir en torno suyo eminencias como los Dres. Rubio, San Martín (don Basilio), Muñoz y Díaz Benito, quienes con el propio fundador citado y el que tiene el honor de ocupar vuestra atención, que explicaba partos, abarcaban las más fundamentales disciplinas de la ciencia médica; Corporaciones como la «Academia Médico-Quirúrgica», la «Sociedad Anatómica», la «Ginecológica» y la «Histológica» atraían, con no mucho calor, los pocos aficionados a la enseñanza ruidosa de los debates académicos; y la Prensa profesional, reducida a media docena de periódicos, entre los cuales se destacaban El Siglo Médico, El Anfiteatro Anatómico y la Revista de Medicina y Cirugía Prácticas, creada hacía poco, servía a la obra de la propaganda científica, bien que ligeramente, por hallarse más atenta a conservar el interés de los médicos de partido que a realizar una labor de investigación y de progreso nacional, la cual tenia muy escasos cultivadores serios. Por aquel entonces gozaba de gran boga lo doctrina celular de Virchow entre los intelectuales médicos; se propagaban las prácticas listerianas con ferviente ardor entre los jóvenes cirujanos, y se consideraba como una expresión de profunda sabiduría las prácticas de laboratorio, aplicadas al buen conocimiento de los productos morbosos y de los tejidos enfermos, de los cuales podían hacer alarde escasos profesores, como los Dres. Ariza y Rubio, quienes la habían adquirido en el extranjero. El Dr. Maestre de San Juan comenzaba entonces a interesar en sus enseñanzas de Madrid algunos, muy pocos, de los alumnos oficiales, y se citaban como una curiosidad aquellos señalados jóvenes que habían mostrado amor a la práctica de estos estudios, siguiendo los breves cursos que el Dr. Rubio, primer maestro de dicha rama en Madrid, había dado en su domicilio particular y en el Museo del Dr. Velasco. Por esto se explica que, apenas regresados a Madrid los dos camaradas que dijimos habían cursado en París con Ranvier dicha materia, los Dres. Gutiérrez y López García, quisieran acreditar su especial cultura, abriendo un curso práctico elemental de Histología normal y patológica, en el Museo del Dr. Velasco, el cual comenzó el 10 de enero de 1881, y se repitió cada dos meses.

Conoció en Junio de 1880 el Dr. Gutiérrez al Dr. D. Federico Rubio, por medio de D. Francisco Giner de los Ríos; y apreciando el ilustre cirujano lo que valía su joven amigo, lo llevó consigo al Instituto de Terapéutica operatoria que creó en dos salas del Hospital de la Princesa, concedidas por la amistad solícita del gran político Romero Robledo, siendo Ministro de la Gobernación, y le puso al frente del Laboratorio de Histología, servicio preliminar de aquel otro de asistencia en el Dispensario de Ginecología, donde muy pronto hubo de mostrar sus grandes aptitudes, y adquirió luego la merecida reputación que había de gozar durante más de seis lustros.

Cuando vino a Madrid el Dr. Gutiérrez, la «Sociedad Ginecológica» so hallaba en el esplendor de la primera fase de su vida corporativa. Contaba no más que seis años de existencia, y brillaban las virtudes iniciales que habían presidido a su formación. Bajo la presidencia de aquel ilustre Dr. Alonso Rubio, espejo de médicos hidalgos y prudentes, ornamento de la cátedra y reputación acrisolada de la profesión, de cuyos méritos todos los socios nos sentíamos orgullosos, así como lo estábamos de aquel su extraordinario rasgo de declinar respetuosamente la jefatura de los médicos de la Real Cámara, cuando creyó que los prestigios y la suficiencia de la tocología española habían sufrido desdoro en la asistencia al primer parto de la Reina Doña María Cristina; bajo la presidencia de aquel esclarecido varón, repito, nos reuníamos semanalmente los miércoles unos cuantos colegas, ya sencillos aficionados, ya reputados en la práctica de la tocología, la ginecología y la paidopatía, y celebrábamos placenteras sesiones, donde los atractivos de la amistad nos unían mejor que los afanes de la exhibición y los deseos de saber más, que los aperitivos de la clientela. Y por ser ésta nuestra social condición, se mantenían nuestros debates siempre benévolos y corteses, y brillaba en toda ocasión una generosidad y compañerismo obsequiosos, que se manifestaban especialmente en los banquetes, que celebrábamos a menudo para brindar por nuestra unión inquebrantable; en los espléndidos lunchs, con los cuales festejaba la inauguración del curso académico quien leía el discurso inaugural, y a los cuales invitaba a los compañeros todos; y con la amena postdata que poníamos a nuestras sesiones, yendo, después de éstas concluidas, al café, para continuar en conversaciones regocijadas, donde lucía su ingenio y su gracia Rodríguez Rubí, las animadas controversias del debate en curso.

No recuerdo de ninguna Sociedad médica donde la cordialidad haya sido más franca ni más sincera; posible es que anduviera escasa, poco profunda y nada original la labor de nuestras disertaciones; pero la efusión reinante imprimía un encanto singular a nuestra vida, y aquel nexo cariñoso estrechaba nuestras relaciones, haciéndonos agradables las asperezas de la profesión.

Los pocos supervivientes que hoy existen de aquel plantel de socios fundadores, hemos de recordar con natural melancolía los rasgos típicos de aquéllos ya difuntos que más amor mostraban a la Sociedad y con más ardor intervenían en sus tareas, y me permitiréis que, supuesto es ésta una sesión necrológica, también a ellos dedique algunas líneas. Castillo de Piñeiro, uno de los padres de la «Sociedad Ginecológica», era entusiasta, altisonante, batallador y fácilmente arrebatable por una infantil y simpática vanidad; Calderín, peritísimo y sabio tocólogo, aparecía minucioso, flemático, atildado en sus maniobras, reposado y sentencioso en sus juicios y tenaz en sus convicciones; Alarcón, bibliotecario de San Carlos y muy impuesto en partos y otras ramas de la Ciencia, atraía por su inteligencia y porque siempre se mostraba afable, equilibrado, de expresión elocuente y sosegada y de bien ganada autoridad; García Teresa, un popular comadrón, tenía buen sentido práctico y era llano y complaciente; Kispert, nuestro exótico compañero, oriundo de Baviera, muy aficionado a la Cirugía, en cuyo arte suplían su saber y sus esmeros, lo que le negaban a menudo sus maniobras torpes y desmañadas; hacíase querer de todos por sus anhelos de confraternidad, su natural sencillo, los graciosos giros de su expresión extranjera y la bondadosa paciencia con que aguantaba las bromas y achuchones de Rubí; Fernández Velasco, Secretario general durante varios años y prematuramente fallecido, se destacó como joven muy trabajador, nervioso y culto; Carreras Sanchís, vivo, ocurrente, capaz y facilitón para los apuros de secretaría, lucía por su erudición vasta y su bondad, y veíase siempre agobiado con traducciones y tareas periodísticas; Tierno fue un alma angelical, de expresión blanda y respetuosa, entendimiento cultivado y aficionado a la patología infantil, a la cual le llevaban, como por su natural destino, desde sus cualidades hasta su nombre; Oliva (D. Ignacio), octogenario de meritísima historia profesional, era un verdadero erudito, excelente «causeur», traductor al español de afamados textos y tan privado de recursos en su vejez, que hubo de acogerlo en su manicomio la caridad del Dr. Esquerdo, y allí acabó sus días; Ustáriz, de todos conocido; Caravaca, Maenza, Sarasa, Torres, Fabregat y otros muchos que, por no hacer interminable este doloroso recuerdo, no cito ni presento, y todos los cuales hace largos años que desaparecieron de nuestro lado.

Pocos somos los que ya quedamos de entonces, y pienso que casi todos ausentes de vuestras sesiones; Oliván, Baeza, Rubí, Tolosa, Gesta y Leceta, Cospedal, etc., y, por último, citaré y a la la cabeza de todos debo colocar, al que dos veces fue mi maestro en las aulas; el primero que se nos asoció a Castillo, a Rubí y a mí cuando concebimos la idea de fundar la Sociedad; el que siempre tenéis entre vosotros; y habiendo sido uno de los que con más entusiasta colaboración y más infatigables discusiones hubo de contribuir desde el primer vagido de nuestra existencia, promete todavía, cuarenta años después, seguir, asiduo y animado, acompañándoos mientras se lo consientan los alientos de su ya larga y honorabilísima existencia; comprenderéis que me refiero al doctor Cortejarena, a quien siempre saludo con tanto cariño como respeto, y para el cual pido un aplauso que le atestigüe nuestra leal y venerable adhesión.

Pues bien, señores; en este campo donde la armonía, la amistad, el desinterés y el deseo de la mutua enseñanza reinaban, fue donde hizo su aparición, al principio del curso de 1880 al 81, el joven Dr. Gutiérrez, atrayéndose desde el primer momento la admiración y las simpatías de todos los socios, los cuales comprendieron muy de seguida que había ingresado en sus filas quien estaba llamado a conquistar pronto lugar preeminente en el ejercicio de las ramas todas que allí se cultivaban.

Yo recuerdo la impresión que al punto me produjeron las excelencias de Gutiérrez, como no recuerdo me la produjese ningún otro compañero de la profesión. Me parece verle según era y se presentó a mi examen en los primeros días: joven, delgado, esbelto, de tipo perfectamente castellano, moreno, frente espaciosa, barba cerrada y pelo espeso, negros los ojos, grandes, limpios y de mirada noble; simpático y atento en su trato, sencillo y culto en la conversación, admirablemente ponderado en sus facultades, comedido y discreto en sus juicios, cortés en los debates, sereno y ordenado en los discursos, profundo en la doctrina, terso y elocuente en el estilo, moderno y progresivo en los conocimientos, y así en toda ocasión, como para cualquiera materia, siempre gentil, acertado y sugestivo, ya en sus disertaciones, ya en sus procedimientos.

Aparte de sus cualidades expositivas, que, por lo excelentes, le permitían brillar en las enseñanzas, había en él dos apreciabilísimos órdenes de conocimientos, que daban realce y valor extraordinarios a sus intervenciones: primero, un conocimiento de la histología normal y patológica serio, práctico, lo necesario a ilustrar cumplidamente las exigencias de un buen diagnóstico; y segundo, la posesión de una pericia clínica que, por haberla adquirido al lado de los grandes maestros y en las renombradas enfermerías de París, mostrábase capaz de buscar con acierto en las recónditas vísceras intrapelvianas e intraabdominales, y por ello, dando acertada interpretación a sus confusas sintomatologías, arrojaba claras y convincentes las descripciones de aquellos tipos morbosos, que una Ginecología nueva ofrecía do continuo a los que cultivaban esta rama de la patología humana.

Esta preparación hacía que Gutiérrez se destacara con lucimientos y resplandores especiales en nuestros debates, ya que ninguno de nosotros se hallaba tan bien impuesto en histología, ninguno se había formado en las técnicas del laboratorio y ninguno poseía todavía aquella visión clara y segura de la patología que daba el haberse aleccionado asistiendo con frecuencia a las maravillosas operaciones de la cirugía intraabdominal. Como que, cuando en la sesión inaugural del propio año de 1880, yo leía mi discurso sobre la ovariotomía en España, y ofrecía la primera estadística de las veintidós primeras operaciones que se habían practicado en nuestra nación, trece de ellas terminadas en muerte, podía decir que ni una sola había sido practicada, ni siquiera intervenida, por ninguno de los que allí me estaban escuchando.

Con ser yo el traductor y anotador del Barnes, que se publicó el año 1879; asistente, un año antes, en 1878, a operaciones de ovariotomía, practicadas por Pean en su Sanatorio de Passy, y algo fogueado en visitas de hospitales y academias, razones bastantes para no asombrarme fácilmente, declaro que las comunicaciones de Gutiérrez me producían singular encanto; escuchábalas con sencilla admiración, y uníame con lazos de entrañable amistad y profunda confianza a la obra médica y a los íntimos afectos de quien miraba como predestinado a lucir en grandes empeños de nuestra profesión. La Ginecología fue propicia a Gutiérrez, porque si este compañero encontró muy luego en el Dr. Rubio quien le ofreció en el Instituto de Terapéutica el campo clínico donde pudo desenvolver sus privilegiadas aptitudes y aplicar sus copiosos conocimientos, la «Sociedad Ginecológica» le ofreció generosamente, sin rivalidades ni envidias molestas, el modo y la ocasión de adquirir pronto un prestigio de especialista bien perito y recomendable entre los profesores que tenían a su cuidado la clientela de la corte, donde mejor podía lucir su saber y su maestría. Gutiérrez fue, desde los primeros tiempos de su estancia en Madrid, un socio infatigable de la Ginecológica, donde siempre fue escuchada su voz con respeto y con asentimiento. De sus primeras comunicaciones, recuerdo como notable la que hizo el 22 de Diciembre de 1880, cuando presentó las preparaciones de análisis histológicos hechas en los tejidos del cuello de la matriz, extirpado a una enferma que padecía de «metritis parenquimatosa, con dislaceración del cuello uterino», historia que produjo un debate interesante; y muy notable fue también su discurso pronunciado en Enero de 1882, cuando expuso el tema de discusión acerca de la «Esterilidad por causa do cambios de posición en la matriz y medios de corregirla».

Gutiérrez fue de los Profesores que menos cambiaron, pues aquellas hermosas cualidades que le caracterizaron en la edad juvenil, cuando las ilusiones y los atrevimientos enardecen el espíritu, y le sirvieron para influir en el modo de ser futuro de la misma Sociedad Ginecológica, fueron las mismas que conservó siempre, hasta los últimos días de su vida. Blanqueada la barba, algo arrugada su bien trazada y varonil fisonomía, pero tan esbelto, airoso y animado como en 1880, le vimos todavía el mes de Julio del año actual de 1914 en el Consejo de Sanidad y en el Senado, el día antes de abandonar para siempre Madrid, mostrando ser el mismo, con el propio tipo oratorio y la frescura de ideas que tanto le distinguían; revelando que su espíritu, hecho de una pieza, no había cambiado; que sus aptitudes eran las mismas, y qué atesoraba todavía energías y propósitos para nuevas empresas y utilísimos servicios. La muerte nos lo arrebató quizás cuando más necesario nos era para los intereses del Instituto Rubio y para la feliz terminación del Instituto del cáncer, en el cual él, otros compañeros y yo, estábamos comprometidos.

Evoco yo, con la memoria y la imaginación, los años de 1880, en que le conocí, y este de 1914, en que le hemos perdido; juntas ambas fechas, con un arco ideal, que me parece ser hermoso arco iris, cuya cima penetra radiante en los cielos de la Cirugía y de la profesión, y me siento como penetrado de un sentimiento intenso y conmovedor de cariño, admiración y gratitud, que sume mi alma en culto que tiene algo de religioso. Es el culto que deben inspirarnos estos hombres bienhechores, cuyas preclaras aptitudes se han aplicado con esfuerzo, sin perder un día, sin claudicar en ocasión alguna, al engrandecimiento de la Ciencia, al auxilio de los desgraciados, al remedio de los que sufren y a los prestigios de nuestra profesión; esta profesión, siempre humanitaria y benéfica, que hasta cuando las otras profesiones sociales se trastornan y sumen al mundo en horribles catástrofes, que, como las actuales, amenazan acabar con razas y pueblos, se yergue más benéfica y protectora, más heroica y admirable que nunca.

Discurso del Dr. Espina.

Un poco de Historia acerca de mi intervención en esta justísima solemnidad, me ha de procurar vuestra benevolencia, siempre propicia para ayudar a quien bien la necesita.

Me unía al inolvidable Conde de San Diego, a mi amigo Eugenio, como yo le llamaba, tal amistad, le tenía tal admiración, que al saber su enfermedad, tan próxima a su muerte, allá donde yo estaba, no pude salir en el acto a prestar el más modesto servicio que se me hubiera encomendado, y no podía hacer más, ni tan poco, como llevar al papel mis pensamientos nacidos en aquellos momentos de tristura.

Como era natural, los dedicaba a mi Revista, es decir, a la Revista de Ulecia, otro amigo malogrado; pero mi íntimo amigo, vuestro consocio el ilustre montañés Dr. Sarabia, ya había cumplido este triste deber con gran ventaja para todos, y, por lo tanto, los lectores de nuestro periódico vieron cómo en él se sintió la muerte del gran médico español, del paisano de Argumosa; pero yo quería cumplir, como era mi deber, el de recordar en breve silueta su augusta figura, y, como contemporáneo suyo, rendir tributo a uno do los esclarecidos hombres de mediados del siglo pasado; y aquí os entrego aquella lamentación, aquel grito de dolor que me arrancó la muerte de Eugenio; acéptela la Sociedad Ginecológica Española como sencilla siempreviva enviada a su tumba, y reciba, por el favor de aceptarla, mi más rendido agradecimiento y mi profunda gratitud hacia esta Sociedad, alma y vida de don Eugenio Gutiérrez.

DON EUGENlO GUTIÉRREZ

En este retiro de verano, donde busco mi descanso y evoco recuerdos de todo tiempo de mi vida, donde olvido trabajos y sinsabores, me sorprende la noticia de la prematura muerte de mi entrañable amigo Eugenio, como fraternalmente le llamaba, correspondiendo a su cariño, nunca desmentido para mí.

Difícilmente podré cumplir con el deber de retratar al ilustre médico, rápidamente arrebatado a la vida, al llegar a la cúspide de su carrera. Todo le sonreía: posición, amistad de cuantos le trataron, respeto de los que le conocieron; su fama, trasponiendo unas fronteras tan difíciles como las nuestras para los hombres de ciencia, por el desconocimiento de la España médica fuera de aquí; los Reyes, teniendo en él, tanto o más que al médico en su relación con el enfermo, al amigo leal, y al que habían confiado la más alta misión del médico de familia; los Cuerpos Consultivos se honraban con su cooperación; académico, no nominal y decorativo, sino activo y cumplidor de la alta misión que el Estado confiere en este cargo; al frente de un Instituto que, por su manera de ser, merced al gran talento de su fundador, era y es un centro de enseñanza, un plantel de reposición de médicos especialistas; tocólogo eminente, y hasta habiendo recibido honores y distinciones que le halagaron en vida, como la merced de su título de primer Conde de San Diego, sin tara alguna que pudiera hacernos pensar en su muerte, ha caído Eugenio en medio de su montaña querida como el roble de la misma, grande y noble.

Le conocí apenas llegado a Madrid; le vi con D. Federico, casi uno de los primeros a su instalación entre nosotros, y mutua simpatía nos unió hasta su muerte. Venía en busca de posición, pero para alcanzarla, no sin trabajo, en la encrucijada de la influencia aun a costa de la dignidad, sino cara a cara, por su esfuerzo y su trabajo. Llegó ya hecho, con seis años de ejercicio en un pueblo, donde unos se pierden, pero donde los que valen se curten y se nutren de sabia y buena doctrina, se hacen un criterio propio y la Clínica no guarda secretos para ellos. Después, sale para París, y allí se especializa. Por entonces el partero se convierte en tocólogo-, los Pinard y otros hacen del parto una operación quirúrgica, y éste se transforma; se practica a la luz de los rayos Listerianos, y la fiebre puerperal, como otras tantas infecciones post-puerperales, desaparecen de las Maternidades; éstas se abren a la enseñanza; ya no es estigma el embarazo, y una generación nueva sale de estas grandes doctrinas. Gutiérrez aprende todo esto, su vasto talento se ensancha, y viene a Madrid, con esta manera de ver, a luchar contra la rutina; esteriliza a la parturienta, desinfecciona los instrumentos, muda las camas, triunfa como sus maestros, y rápidamente, muy joven, se apodera en buena lid de las futuras madres madrileñas. Pero, además de estas doctrinas, le acompaña la circunspección y la seguridad de su Juicio, y se hace el tocólogo más completo de su época.

A Eugenio no le basta esto. La cirugía de las grandes caridades le atrae, se crece al lado de D. Federico, y dentro de la Ginecología le esperan nuevos triunfos; y por entonces, con el valor de los años, los conocimientos modernos y sus dotes personales, se hace un gran cirujano, que, más tarde y en sus últimos años, tal vez se hiciera un tanto conservador, fruto de su experiencia, fruto maduro de los años.

Para llegar a tanto, había en Gutiérrez, como en pocos cirujanos, una semilla bien sembrada y en buen terreno de médico general, y de aquí su seguridad en el tratamiento de las complicaciones viscerales; únicas no vencidas todavía en la Cirugía, que ha triunfado de lo microbiano, pero lucha todavía con lo tóxico. Le he visto y he asistido con él a muchos casos de complicaciones torácicas, y discurrir en ellas como internista consumado. Que no se olvide este ejemplo, y que venga una generación de cirujanos que nos haga olvidar a la de los operadores.

Todas estas dotes se hallaban servidas por palabra fácil, elocuente y a veces dura en la controversia, pero siempre cortés en la disensión. Conocedor del inglés, francés y alemán; aplicado en sus años maduros como en los de estudiante, siguió sin gran esfuerzo los progresos de su ciencia, y asistía a Congresos y Conferencias internacionales, respetado y escuchado por propios y extraños.

Hombre muy culto, gran aficionado a las artes, sobre todo a la música, lector de todo, su conversación encantaba y su corrección era la de un hidalgo montañés; pues amaba como Pereda, su egregio paisano, su montaña, y en ella so fincó y allí fue feliz conversando y haciendo el bien a sus primitivos clientes. ¡Extraña coincidencia!: los dos grandes cirujanos montañeses, Argumosa y Gutiérrez, fueron a morir allí donde tenían sus amores y sus arraigos, y en aquellos amenos lugares se les recordará. cual a Menéndez Pelayo, muerto también viendo su Cantábrico, como glorias de Santander y como glorias nacionales les lloraremos todos.

No sé si habré trazado la silueta del gran español y médico D. Eugenio Gutiérrez; pero sí estoy seguro de que he cumplida un sagrado deber de justicia y, con su recuerdo, habré desahogado mi pena por la pérdida de mi inseparable y buen amigo, dejando para él en mi querida Revista una hoja de laurel y una lágrima como las que por viejo llevo ya depositadas para Mariani, Ulecia, Ribera y hoy para Eugenio.

Discurso del Dr. Chacón.

Señores: Mucho es lo que yo pudiera decir a propósito de la pérdida que todos lloramos y de lo que representa para la ciencia médica la muerto de mi queridísimo amigo el Dr. Gutiérrez; pero el temor de molestar vuestra atención me obliga a la brevedad, limitando mi intervención en este solemne acto a dedicar un cariñoso recuerdo a su memoria. He sentido la muerte del Dr. Gutiérrez con el alma; le he llorado como no podía menos de llorar al amigo, con el que desde su llegada a Madrid me unió amistad sincera, íntima, que con el tiempo se acrecentó.

Dignas de todo encomio eran las dotes excepcionales que poseía el Dr. Gutiérrez, sus condiciones de operador hábil, su honradez científica, su incansable laboriosidad. A esto añadiré, insistiendo en ello muy particularmente, su cualidad de perfecto caballero y de compañero tolerante y respetuoso con todos, para tener trazada en pocas lineas la silueta del Dr. D. Eugenio Gutiérrez.

Durante muchos años compartí con él los sinsabores de la especialidad tocológica; y en tanto tiempo, ni por un momento se entibió la cordial amistad que nos unía. Puedo decir, con orgullo, que jamás sentí la rastrera pasión de la envidia por sus triunfos y utilidades, que siempre consideré perfectamente legítimos y justos; teniendo tan elevada idea del valer del Dr. Gutiérrez, que aseguro que por mucho tiempo su figura será irreemplazable.

Discurso del Dr. Eleizegui: Gutiérrez, como escritor médico.

Señores: La estela que entre nosotros dejó la vida del doctor Gutiérrez es la del más puro ascetismo en los variados aspectos que ofrece la humana actividad cumpliendo su mundanal destino. Ascetismo que se alcanza en su misión profesional, se palpa en la exterioridad de sus aptitudes, brilla en las reconditeces de su vida íntima. Honrado en la clínica, escrupuloso en la enseñanza, correcto en las relaciones profesionales, meditado en el decir y reflexivo en el hacer, hoy se destaca su figura, yo no sé si en más realce como maestro de la Medicina española o como sacerdote de nuestra iglesia profesional. Si la Ginecología abre sus páginas, mostrando las brillantes por él trazadas, la ética recoge hasta el último detalle de la vida de Gutiérrez como de discípulo que acató siempre sus más exigentes cánones. Un día, a comienzos del actual verano, escúchele una frase, con motivo de departir un momento acerca del estado actual de nuestra clase, frase que sintetiza toda su entidad moral.

—Nuestros actos—me decía—han de formar el concepto que merezcamos a la opinión; se nos respetará si sabemos mantenernos siempre a la altura de nuestra misión. Pero... ¡carecemos tanto de ética profesional!

Él, que de su camino no se separó un momento, túvola más que nunca presente cuando llevaba al papel la ciencia que la clínica y el estudio habían formado en su bagaje de cultura. Gutiérrez, como escritor médico, era el Gutiérrez que operaba, el que veía enfermos, el que asistía a consultas, el que dirigía el Instituto Rubio, el que informaba en la Real Academia; era el Gutiérrez que hizo de su vida una línea recta, un camino sin tortuosidades ni recovecos.

No os lo digo yo. Sus páginas escritas os lo puntualizan, si lo leéis con calma. Escuchadme un momento.

Escribir para público técnico y de ciencia determinada, ¿ver-dad que exige nuevas condiciones ó, por lo menos, un afinamiento indudable en aquellas que se le imponen a todo el que busca como medio expresivo de ideas la letra de imprenta? Conocimientos del asunto, originalidad, método, verdad, claridad expositiva... son condiciones que se piden siempre al que con la pluma intenta revelar su pensamiento; pero ellas son aún más rigurosamente impuestas, si es en campos médicos donde se dedica a espigar ideas.

Hay en este caso, por lo menos, una responsabilidad mayor en quien, a ciegas, mete la hoz en sembrado tal. Sea más o menos veraz el escritor literario, y quizá gane su obra en interés cuanto pierda en verosimilitud; flaquee la cultura del que asuntos históricos trata, y la deficiencia no engendrará más que su propio descrédito; pero suponed poco veraz, incompletamente documentado al escritor médico, y la consecuencias habrán de producir quizá males irremediables en el lector que toma por ciertas sus afirmaciones, en el discípulo que acata como evangélicas las palabras del maestro. En este caso, es el escritor médico el traidor que marca una ruta falsa al ejército que va tras el enemigo.

Leed los artículos de Gutiérrez, sus monografías, sus notas clínicas, sus discursos. La verdad resplandece, la verdad palpita en ellos desde la primera a la última línea. Es el pintor que traslada al lienzo el cuadro, pero que, por propia cuenta, ni añade una paletada ni altera un color. Ejemplo perfecto de veracidad en un escritor médico. Pero, hablando de ella, aún hay nuevas fases. En el manantial siempre fecundo de la clínica, adonde en demanda de materiales acude el escritor médico, hállalos de dos clases, de dos aspectos opuestos. Es el uno el de la intervención afortunada, el del diagnóstico acertado, el de la salud que se obtiene en trance de peligrar para siempre, el del pronóstico certero que el tiempo confirma; es el otro el del resultado fatal, del fracaso operatorio, del incidente imprevisto, de la situación desgraciada. El primero es el que más frecuentemente recoge el escritor médico; sus publicaciones son las del triunfo profesional en todos sus múltiples aspectos. Nuestros escritores despejan siempre la incógnita; nunca la operación algebraica fue mal desarrollada. No puede motejarse el silencio del caso desgraciado más que como una ausencia de sinceridad; pero, por el contrario, puede encomiarse al que, fiel a ella, hace cual Gutiérrez, que más de una vez recogió las enmiendas de la realidad y las rectificaciones de sus primeros juicios.

La confirmación de mis palabras está en sus trabajos acerca de «Sorpresas de la cirugía abdominal», de «Quiste areolar que parecía un quiste hidatídico del hígado», de «Muerte repentina por embolia pulmonar».

¿Y sabéis por qué lo hacía así? El médico que de Medicina escribe puede responder a uno de estos dos fines: o a exteriorizar su labor para que, siendo conocida, se la estime, o a que llegue a noticia de los demás aquello interesante, útil o nuevo que la clínica ha ofrecido a su observación. En el primer caso, el éxito de la obra médica es la médula del trabajo; en el segundo, la enseñanza práctica deducida es el único fin que se persigue. El uno busca el cimentar su crédito; el otro anhela, con criterio altruista, enseñar al que lo lea. Gutiérrez, escribiendo, no pensó nunca en el beneficio personal que pudieran reportarle sus escritos, sino en la utilidad de la enseñanza que en ellos se encerraba. Por eso no fue un sistemático de la pluma, sino un oportunista. Escribió cuando algo tenía que enseñar, y escribió entonces con la verdad en su pensamiento y la verdad en su expresión. A ella lo sacrificaba todo. Por eso dejó dicho que «el escritor científico puede y debe ser correcto, y hasta florido y brillante; pero ante todo se debe a la verdad, y lo que le conviene a la Ciencia puede muy bien no convenirle al Arte».

Fuera ya suficiente esta sola condición de Gutiérrez como escritor médico, para sin reserva aceptarlo como tal, si un análisis detenido de sus trabajos literarios no evidenciase nuevas perfecciones, como el escultor acaba su estatua a nuevo golpe de cincel.

En época pasada, en que las exigencias de la vida me llevaron a acercarme a los estudios ginecológicos, yo leí con avidez los trabajos de Gutiérrez. Recuerdo que fue el primero un estudio acerca de la patogenia de las inflamaciones crónicas celulares y peritoneales de la pelvis; repáselos estos días, y ahora, como entonces, hiciéronme la impresión de su gran espíritu práctico y de su criterio puramente personal.

¿Sabor práctico? Allí tenéis el «Estudio sobre las causas más frecuentes de los abortos y partos prematuros», un «Caso de quiste ovárico complicado con embarazo», los «Cuatro casos de embarazo tubario», el de «Carcinoma papilo-alveolar primitivo de la trompa», el «Tratamiento de la inversión uterina», la «Cesárea en embarazo con estrechez pélvica», las «Retrodesviaciones como causa de aborto habitual»; son todas lecciones clínicas de un valor que yo no he de ponderar, pues precisamente vosotros sois los que las habéis recogido y aprovechado.

Yo admiré entonces, y más admiro hoy, esas páginas vivas, arrancadas a la realidad y marcadas con el sello de una indiscutible competencia. Son suyas, y tan suyas, que la bibliografía está ausente de ellas, Quizá no lleguen a una docena el número de autores por Gutiérrez citados en sus trabajos. Huyó siempre de esas interminables referencias, más demostrativas de paciencia recopiladora que de personal cultura. Gutiérrez escribió sólo de lo suyo, sin inspirarse en lo ajeno, ni menos acudir a materiales que no le pertenecían totalmente. Las novedades llegaban a él; pero como tenían que atravesar por el tamizado de su gran cultura y excepcional práctica, allí quedaba la cizaña, no pasando más que el grano verdadero y fertilizable.

Así, suyas son las enseñanzas, suya la voz que las otorga, suyo el juicio que asienta. Patrimonio del maestro, base de la formación de una escuela. Maestro y creador de ella fue Gutiérrez, y por eso, en sus escritos como maestro se revela siempre, y las líneas por él trazadas encierran sentencia, puesto que no era tampoco tímido en el decir ni receloso en la expresión de su criterio, aun cuando éste fuera opuesto a corrientes o novedades entonces en auge. Y es que podemos seguir el proceso mental de Gutiérrez cuando acudía a la letra impresa para difundir su ciencia. En su cerebro había almacenado la lectura constante, la observación seria, la experiencia dilatada, el juicio clarísimo de la materia científica, a él llegaba con acierto, a merced de condiciones intelectuales siempre muy despiertas; brotaban, pues, los juicios, las apreciaciones, el raciocinio, en una palabra; con tal nitidez, con tanta claridad, que al transformarse en médico gráfico adquiría la energía del convencimiento y la fibra dura de la razón.

Por eso Gutiérrez no sólo decía bien, sino que lo decía alto y recio. Muéstralo su trabajo acerca del tratamiento del aborto febril, el que escribió sobre la interrupción artificial del embarazo en la mujer tuberculosa, el que dio a conocer en la Real Academia tratando de la Pubiotomía. En ellos, la frase limpia, categórica, se expone sin rodeos ni vestimentas que cubran la personal opinión.

Verdad, competencia, sinceridad, energía, es lo que halla la crítica leyendo a Gutiérrez. La crítica le otorga su reputación de escritor médico, que no se cimienta en la cantidad de producción, sino en la índole de lo engendrado. Y tanto es así, que yo oí a sus discípulos decir que acuden a las publicaciones del maestro para seguir oyendo sus consejos técnicos; yo he visto citados sus trabajos en obras extranjeras; yo escuché a ginecólogos eminentes afirmar que muchos de sus conceptos forman hoy doctrina clásica en aquella ciencia, y lo que perdura en sus escritos es que escribió llevada su mano por el hada de la inmortalidad.

Pero vosotros, sus íntimos, sus discípulos predilectos, los que hablasteis de aquellas horas, a las altas de la noche, en que Gutiérrez se recogía en su despacho, trasladando al papel las impresiones científicas del día, las enseñanzas que la clínica le había mostrado en aquella nueva jornada, tenéis un deber grande aún por cumplir. No es sólo la gloria del maestro quien lo exige, es la humanidad que sufre la que lo demanda. Es vuestro el deber de poner mano en aquellas cuartillas, en aquellos apuntes, en los papeles inéditos; recoger sus lecciones, mostrar sus juicios, para que si su recuerdo vive entre nosotros, su obra póstuma lo haga seguir viviendo siempre en la Ciencia española.

Discurso del Dr. Botín.

Señores: Me parece innecesario decir a ustedes, que conocían los lazos que al Dr. Gutiérrez me unían, la emoción que a mí produce este acto, teniendo que hacer un verdadero esfuerzo de voluntad para dirigíos la palabra; pero, por un lado el haber esperado el actual momento para cumplir este deber de gratitud en memoria de mi querido maestro, y por otro mi calidad de Presidente de esta Sociedad, me obligan a molestar vuestra atención, aunque no sea más que para agradecer profundamente a todos vuestra cooperación, no sólo a los señores que han intervenido con sus discursos, sino también a los que con su presencia han contribuido a la brillantez de este homenaje.

Después de haber oído discursos tan sentidos y tan elocuentes como los leídos aquí esta tarde por amigos tan íntimos del doctor Gutiérrez y que tan a fondo le conocían, mi papel es difícil, porque si en conocer las cualidades y aptitudes de mi maestro quizá no me aventajen, me aventajan y ganan seguramente en el modo de ponerlas de relieve, para que los que no le trataron puedan figurársele tal cual era.

El Sr. Espina ha hablado de las condiciones del Dr. Gutiérrez, no sólo como cirujano, sino como médico; y así era, en efecto. El Dr. Gutiérrez fue el cirujano completo, médico y operador. Antes de operar una enferma, hacía un estudio detenido del funcionamiento de todos los órganos y apuraba todos los medios diagnósticos, por sencillo que el caso pareciese; así es que excuso decíos lo que el diagnóstico se aquilataba, lo que el diagnóstico se afinaba, y de esto tuvo fama, cuando el caso que se presentaba a observación era difícil de diagnosticar. Llevaba esto con tal rigor, que no le vi operar ninguna enferma con reconocimientos hechos a la ligera, y a este propósito os podría citar varias que abandonaron la clínica sin ser operadas, por desconocer, naturalmente, la importancia de los reconocimientos y medios analíticos que so empleaban para llegar a un diagnóstico científico, y que las enfermas creían que el tiempo que se invertía era tiempo perdido, o achacaban a otros motivos el retrasar su intervención. En esto consistía el secreto de sus grandes aciertos y de sus escasos errores. Errores de diagnóstico que naturalmente tenía, pero que no sólo no ocultaba ni desfiguraba, sino que tampoco desaprovechaba, pues le servían para dar lecciones clínicas admirables, sacando las enseñanzas grandes que se desprenden de estos errores de diagnóstico.

Operando, no solamente llamaba la atención su habilidad, sino el sello de elegancia y de personalidad que ponía en el acto operatorio, no igualado por nadie. Pero lo digno de admiración, lo verdaderamente genial en el maestro era el cómo resolvía las complicaciones que inopinadamente surgían durante una operación; por ejemplo, en las grandes hemorragias. En estos casos, los recursos que con rapidez empleaba, inspirados en el completo conocimiento anatómico que tenía de la región donde operaba, eran puestos en práctica sin apresuramientos, sin vacilaciones, sereno, con la seguridad del triunfador.

Cuando realizaba intervenciones de gran gravedad, de esas en las que por el mal estado de la enferma se exageran vulgarmente, llamándolas de vida o muerte, no le vi una sola vez terminarlas atropelladamente, ni olvidar el más pequeño detalle de reparación anatómica, hemostasia, etc., de la región operatoria, por grave que fuera el estado de la paciente, aunque amenazase quedar en la mesa de operaciones, porque a este propósito, decía mi maestro que de los colapsos operatorios reaccionaban la inmensa mayoría de las operadas; y si posteriormente morían, por haber sido defectuosos en la técnica, la conciencia nos acusaría de una muerte que en nuestras manos estuvo el evitar.

El Dr. Pulido, con su elocuencia acostumbrada, ha puesto de relieve las cualidades que para enseñar tenía el Dr. Gutiérrez. Como maestro pocos le podrán igualar, y buena prueba de ello es el plantel de discípulos que, aparte de mi modesta personalidad, salieron de sus manos, y que, repartidos por todas las provincias de España, al adquirir nombre y fama justificados, pregonan las excelencias del maestro que les enseñó. Expresaba con gran claridad, dice el Dr. Pulido; y, en efecto, nacido para enseñar, explicaba clara y ordenadamente, dominando las materias de tal modo, que aunque acumulara en un asunto gran cantidad de conocimientos, era comprendido con toda facilidad. En su consulta del Instituto Rubio, a la que asistía con puntualidad y donde se detenía el tiempo necesario, sin prisas por terminar, siempre encontraba casos que fueran motivo de una lección magistral, en la que ponía de manifiesto su aprovechada práctica, su espíritu de observación, su sentido clínico, asombrando cómo de detalles a los que no se concedió la debida importancia, sacaba datos clínicos tan interesantes, que eran el punto de partida para llegar a un diagnóstico científico, poniendo de relieve sus condiciones de gran clínico, que de su personalidad científica fue para mí la más admirable. Lástima, señores, que las sensaciones y la interpretación de esas sensaciones que él recogía con la vista y con el tacto no haya modo de grabarlas dándolas vida real, para poder legarlas a la posteridad, como se lega un libro, un artículo o un pensamiento cualquiera.

El Sr. Chacón encomiaba en el maestro su honradez, no sólo personal, sino científica. Honradez científica y culto a la verdad tan proverbiales, que en Academias, Congresos y conferencias, dondequiera que se oía su palabra fácil, con acentos de convicción, sin alardes retóricos, era escuchada con admiración y con confianza; con admiración, por la verdadera ciencia y la suma de conocimientos que exponía, con confianza, por la sinceridad y la buena fe científicas de sus trabajos y comunicaciones. En sus discusiones no tuvo para nadie nunca la más pequeña frase que pudiera molestar al más susceptible; siempre discutía dentro de los límites de la más exquisita corrección, como lo habrán podido comprobar muchos de los que me escuchan, que le oirían en Academias, y como esta tarde lo han corroborado los que con el doctor Gutiérrez han discutido.

Hablaba el Dr. Cortejarena de la primera histerectomía vaginal que vio practicar al Dr. Gutiérrez, y esto trae a mi memoria un hecho que algún académico de esta Sociedad recordará, y que yo se lo oí contar al maestro machas veces, por no haber sido en mi tiempo, lo que voy a referíos; una discusión animadísima que se entabló en esta Sociedad con motivo de presentar el Dr. Gutiérrez sus primeros casos de «histerectomía vaginal» por cáncer del útero. Como por aquel tiempo, extirpar una matriz era algo más que un atrevimiento quirúrgico, era algo así como un atentado personal, aunque científico, la controversia fue empeñadísima; pero, a pesar de esto, se deslizó sin salirse de los límites de lo científico, y tales éxitos coronaron las operaciones de Gutiérrez, que la evidencia se impuso y la «histerectomía vaginal» tomó en España carta de naturaleza.

El Dr. Gutiérrez demostró en varias ocasiones su interés por la clase. Un artículo, firmado por el Dr. Sánchez de Cos, compañero del Dr. Gutiérrez en los comienzos de su carrera de médico de partido, articulo publicado en El Progreso, periódico de Cabezón de la Sal, donde murió el maestro, refiere algo que indica el interés que por la clase médica tuvo siempre el Dr. Gutiérrez. Refiere el doctor Sánchez de Cos que en el partido de Valdáliga, provincia de Santander, donde empezó su carrera, creó una asociación de todos los titulares de aquellos contornos y un periódico profesional que tituló Los Partidos Rurales, periódico que, además de estar dedicado a la ciencia, su principal objeto era defender los intereses de la clase. Fue, dice el articulista, la primera asociación y el primer periódico que se fundó con dichos fines, hecho que años después ha tenido imitadores. Esto prueba no solamente su amor a la clase, sino su clarividencia para adivinar que si los médicos quieren lograr alguna de sus aspiraciones, sólo uniéndose y asociándose pueden conseguirlo.

El Dr. Eleizegui se ha ocupado del maestro como escritor. El hermoso trabajo del Dr. Eleizegui me recuerda otro hecho que voy a referíos, porque pocos de los presentes le conocerán, para que sepáis que el mejor de sus escritos quedó por hacer. En un banquete familiar que sus discípulos le ofrecimos cuando fue elegido senador del reino, surgió la idea de escribir una obra de Ginecología, colaborando todos sus discípulos, no sólo los que en Madrid residen, sino los que fuera de aquí habitan, y que algunos de ellos vinieron al banquete. La idea, que ya solo acariciaba hacía tiempo D. Eugenio, fue aceptada con unanimidad y entusiasmo, y en los comienzos del verano empezaba a repartir el trabajo y a planearle, cuando la muerte le sorprendió, matando en flor tan hermosa idea.

Creo inútil decir qué obra hubiera salido de sus manos con el Inmenso material que en la labor de tantos años acumulado había, inmenso por el número de observaciones y por lo bien recogidas y estudiadas, y sobre todo honradamente recogidas, pues ni una sola vez fui testigo de que, sin suficiente indicación, empleara un método operatorio o un tratamiento cualquiera, sólo con la idea de hacer en poco tiempo estadística numerosa de una clase de intervención o de un proceder terapéutico. Su Ginecología hubiera resultado personalísima; no uno de tantos libros como andan por el mundo, los que, por prematuros, es imposible que tengan sello personal.

Acabáis de oír al Dr. Cortejarena decir que el Dr. Gutiérrez muere trabajando, y es porque «entre las cualidades más sobresalientes del Dr. Gutiérrez figuraron la laboriosidad y la voluntad.

Laboriosidad y trabajo constantes, a lo que debió los puestos envidiables que en la ciencia y en la sociedad consiguió. Voluntad firme, que no decae un momento, a pesar de haber sido puesta a prueba en algunas ocasiones. En los comienzos de su ejercicio en Madrid, dos veces en los dos primeros años cae enfermo, y tiene que volverse a su país; pero apenas repuesto el cuerpo, emprende otra vez la lucha con sin igual ardor, porque fue siempre un luchador infatigable que le atraía todo lo que fuera esfuerzo y lucha, así que no podía sustraerse a los que venían a ofrecerle cualquier puesto, que casi siempre sólo le proporcionaba aumento del trabajo que sobre él pesaba, y que quizá contribuyó a acelerar su fin. El Dr. Cortejarena lo ha dicho: ¡Murió trabajando!

Respecto al D. Eugenio íntimo, a sus condiciones personales, todos los que lo trataron apreciarían su bondad; bondad que nada sabía negar cuando en su mano estuviera el conceder, proporcionándole esto, en ocasiones, disgustos y sinsabores. Modestia excesiva que persistió siempre, aun viéndose encumbrado a envidiables puestos. Todos sus amigos—dicen los Sres. Chacón, Espina y Pulido—le llamaban el Dr. Gutiérrez. Yo nunca acerté a llamarle de otro modo, y si he de decir verdad, me complacía el nombrarle por su apellido, al que dio fama, más que por su título, y familiarmente, todos sus discípulos, todos los que con el maestro convivíamos científicamente, le llamábamos D. Eugenio. Esto quizá parezca pueril, pero da idea del cariño filial que por él sentíamos todos los que le rodeábamos y de la confianza que nos inspiraba. Creedme que tan modesto fue, que, a no ser porque constantemente, por su cargo de médico de la Real Cámara, tenía que estar cerca de las Reales Personas, que en premio a sus méritos le concedieron el Condado de San Diego, siendo para él una obligación por esto usar el título, es posible que hasta hubiera llegado a olvidase de él.

Caballero sin tacha y amante de los suyos, jamás envidió los triunfos de los demás. El Dr. Chacón, aquí presente, quizá recuerde que en una sesión memorable que celebró esta Sociedad en honor de Gutiérrez, cuando le fue concedida la Gran Cruz de Alfonso XII, tuvo una frase feliz como suya, y que yo he conservado en la memoria. Dijo el Dr. Chacón: «Jamás el Dr. Gutiérrez, en una consulta, tuvo para el compañero, fuera quien fuera, no diré frases despectivas, ni siquiera una de esas sonrisas que en sus labios hubiera bastado para destruir una reputación.»

Tan evidente es esto, que hasta la misma verdad dicha por persona de altura científica, si la dice con algo de mala intención, puede resultar contraproducente y dar lugar a la duda entre los que escuchan.

Era fama que el maestro tenía un carácter adusto, y así lo parecía exteriormente al contemplar sus facciones severas, de trazos firmes, de hombre pensador y de voluntad férrea, sus ojos de mirar algo duro; pero al acercarse a él el que fuera a hablarle, desaparecía la tensión de aquellas líneas, las facciones se dulcificaban, a sus ojos asomaba la bondad de su alma, y se tornaba en confianza la predisposición de aquel que llegaba a darle la mano.

Por eso, cuando alguien me buscaba de intermediario cerca de D. Eugenio, porque le habían dicho que era muy seco (esta era la frase que generalmente se empleaba), yo contestaba siempre lo mismo: «Si quiere convencerse de lo contrario, acérquese y háblele.»

Y voy a terminar, señores, diciendo que pensemos siempre con admiración y respeto, y tengamos como modelo a aquel que en vida fue un ejemplo de laboriosidad y voluntad poderosa, puestas al servicio de una clara inteligencia; de aquel que, empezando su carrera por humilde médico de partido, subió solo, sin auxilio de nadie, hasta alcanzar las cumbres de los más elevados puestos en la ciencia y en la sociedad.

Hemos perdido al maestro. Para la ciencia médica en general, para las especialidades ginecológica y tocológica en particular, y para vosotros sus amigos, la pérdida es irreparable; para los que como yo fui su ayudante y permanecí a su lado durante tantos años, compartiendo las alegrías de los éxitos y los desalientos de los fracasos, los buenos y los malos ratos que trae consigo nuestra profesión, no es sólo perder al maestro que con cariño paternal me enseñó lo que sé, sino al compañero en el que con ciega confianza depositaba mis dudas científicas, al amigo incondicional, al consejero leal y desinteresado, que todo esto fue para mí D. Eugenio Gutiérrez.

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